Modos y momentos (una propuesta de reforma del modelo sindical), de Juan Antonio Sagardoy en Expansión
OPINIÓN
Sindicatos, ¿para qué?”, era el título de una reciente recopilación de estudios en el que se ponía el dedo en la llaga sobre el camino de incertidumbre que está atravesando el movimiento sindical en nuestros días. Aunque la duda inducía una respuesta negativa sobre su utilidad actual, lo cierto es que el sindicato continúa siendo la base fundamental sobre la que se asienta el modelo constitucional de relaciones laborales y constituye un instrumento clave de la participación ciudadana en las mismas. Pero, si ello es cierto, no lo es menos que los actuales procesos de transformación social y económica están afectando de forma radical al modo de concebir y entender las actuales funciones del órgano de representación de los intereses colectivos de los trabajadores por excelencia. Y tras la huelga general de ayer quiero hacer, un poco en frío, unas reflexiones sobre la categoría más que sobre la anécdota.
Se ha dicho que el sindicalismo español en general es un sindicalismo mediterráneo que, como el italiano o como el griego, responde a una cultura más bien de confrontación, mientras que el sindicalismo nórdico y las relaciones laborales del norte de Europa han ido avanzando hacia el interés común de la empresa para que sea competitiva y productiva. La posición de los sindicatos ha de ser de reivindicación, cómo no, pero también de colaboración. Es claro que conflicto y cooperación no se excluyen, pues ambos forman parte del mundo de las relaciones laborales pero entre ambos fluye una frontera móvil, que puede desplazarse en función de las circunstancias y éstas vienen marcadas, en la actualidad, por un momento tan determinante para el futuro devenir, no ya de las relaciones laborales, sino de nuestro propio modelo de sociedad, como es la profunda crisis económica que estamos viviendo.
El acuerdo constituye un instrumento especialmente eficiente de progreso y estabilidad económica, política y social y ha demostrado ser uno de los pilares sobre los que hemos cimentado nuestro desarrollo social. Por ello, esta idea sigue teniendo una enorme fuerza en el momento actual. El modelo de “capitalismo compartido” ampliamente extendido entre las empresas de países como Suecia, Alemania, Japón y Estados Unidos llama al consenso y al compromiso conjunto como instrumento de búsqueda positiva de soluciones. Tal modelo llama a la construcción de un sindicato comprometido con la realidad de las empresas y que no considera las mismas un mal necesario.
En este contexto se echa en falta una intervención sindical más reflexiva, más positivamente comprometida, que aporte nuevos puntos de vista y nuevas soluciones en la cruel realidad que vivimos. La actitud reactiva de defensa de un modelo de relaciones laborales que nació y se desarrolló a la luz de una realidad económica radicalmente distinta de la actual requiere ser repensada. En esta construcción, el sindicato está llamado a tener un papel importante pero debe también modernizar sus estructuras, hacerse flexible a los cambios económicos y productivos para, progresivamente, sin olvidar sus orígenes, adaptarse a los nuevos tiempos. La anterior necesidad se hace más perentoria si tenemos en cuenta que la crisis económica está abriendo un periodo difícil marcado por la tensión social y los conflictos laborales. Estas circunstancias ofrecen un marco de oportunidad para reflexión del papel del sindicato y la necesidad de una regulación adaptada a los actuales tiempos del derecho de huelga.
Sin duda, estos macroconflictos que son las denominadas huelgas generales, sirven también para tomar el pulso a lo sindical. La conclusión parece clara: el recurso a estas huelgas como instrumento de afirmación sindical empieza a devaluarse y, con ello, el papel de sus gestores. Estas huelgas socioprofesionales se han convertido más en una forma de canalizar el lamento social que en un verdadero elemento de manifestación y defensa de intereses profesionales. El recurso a este tipo de medidas queda lejos de la finalidad fundamental que persigue el reconocimiento del derecho de huelga: una mejor defensa de los intereses contractuales de los trabajadores. La reformulación del papel político del sindicato y su pretensión de erigirse en representante de los intereses generales, sustituyendo a los partidos políticos, no deja de plantear serios interrogantes, que tienen que discutirse y resolverse, para evitar una desmembración social.
Cierto es que la pregunta sobre la necesidad de una Ley de Huelga tiene un cierto carácter guadianesco: aparece y desaparece, se abre y se cierra, en función de lo elevado del termómetro de la conflictividad social. La huelga general marca el grado más alto de la escala e históricamente han sido revolucionarias y desde luego con un claro contenido político. En todo caso, sería recomendable iniciar un debate serio y responsable, con el mayor consenso social posible, sobre la verdadera necesidad de regulación de este derecho fundamental.
Si la respuesta fuera positiva, abórdese de manera frontal y sin ambages. En este sentido, uno de los aspectos más delicados a tratar sería el mantenimiento, previsto en la Constitución, de los servicios esenciales de la comunidad. El legislador tendría una ardua tarea pues le obligaría a descender a la realidad social de cada conflicto, a considerar la naturaleza de los derechos de los ciudadanos que no se satisfacen por la huelga, a tener en cuenta diferentes aspectos como la fecha, la duración de la huelga, la posibilidad de compensarlos por otros medios, etc.
No deja de ser curioso que con nuestra actual legislación la Autoridad Gubernativa “garantiza” cierto éxito de la huelga declarada por los dirigentes sindicales al fijar unos servicios mínimos que excluyen el resto. Es decir, que en el supuesto de que un 80% no desearan la huelga en los autobuses urbanos, por ejemplo, dejarían de trabajar por el mandado administrativo, el 65% si solo se hacen los mínimos fijados en un 35%. Hay que darle una reflexión al tema.
En todo caso, una más amplia aplicación de los sistemas de mediación y arbitraje o una práctica de determinación “en frío” de los servicios mínimos alejada temporalmente del conflicto podría ayudar a resolver algunos de los problemas que hace que el debate sobre la necesidad de una ley de huelga sea ya un permanente ritornello de nuestras relaciones laborales. Y lo mismo cabría decir de los “piquetes informativos” que son un borrón grueso en la formación democrática de la voluntad de los huelguistas. Y para complicarlo más, el reciente artículo 31 bis del Código Penal exime a Partidos y Sindicatos de responsabilidad penal por la actuación de sus directivos, lo que no ocurre con las empresas.
En definitiva, esta huelga general ejercida en un mal momento por la que está cayendo y con un modo inadecuado para lograr lo que se pretende, debería servir a todos para reflexionar y sacar consecuencias.
Juan Antonio Sagardoy. Catedrático de Derecho del Trabajo.
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